TODOS LOS SERES HUMANOS ESTÁN INMERSOS EN LA BÚSQUEDA DE LA PAZ INTERIOR. Y, AUNQUE CONOCEN LOS CAMINOS MUNDANOS Y PUEDEN OBTENER TODO LO QUE DESEAN, SABEN QUE LO MÁS PRECIOSO ES LA PAZ INTERIOR PERO ¿QUÉ ES ESTA PAZ? ¿UNA IDEA? ¿UNA EXPERIENCIA? ¿CÓMO SE PUEDE ENCONTRAR?







domingo, 17 de julio de 2011

Mi corazón que baila con espigas

Me gusta soñar. Miento: me gusta pensar en sueños. No es lo mismo soñar que pensar en sueños, y a mí me gusta pensar en sueños, cosas que podrían pasarme pero que no me pasarán nunca. Es en el umbral de la noche, tras alargar el brazo para apagar la luz de la mesilla y desplomar mi cabeza sobre la almohada. Transcurridos unos instantes resulta difícil establecer la frontera entre la realidad y la fantasía. Todo empieza a mezclarse , y esa confusión, esa injerencia de unos espacios en otros, propicia un estado afín a la placidez. Antes cuando era más joven, soñaba que me llamaba Dely, o Curra, o Fide, porque entonces estaba llena de tontunas y creía que los hombres saldrían corriendo al conocer mi auténtico nombre. Me gustaba sobretodo Dely. Dely, no era como yo, pero era yo. Mejor dicho, era la que me hubiese gustado ser, con las piernas torneadas y corintias, el cuello selvático y una presencia tirando a estrafalaria que distraía mi verdadera forma de ser y, especialmente, mi verdadero nombre. Para ahuyentar los cataclismos que podía producir la pronunciación de mi nombre, yo tenía una personalidad furiosa, vestía siempre pantalones de cuero, bebía whisky y follaba con hombres de polla grande. esto último era sólo un fogonazo, una chispa loca, pero también me gustaba soñarlo. En la ausencia de lucidez me reconocía  a mi misma y alcanzaba instantes de gozoso bienestar. También me sentía libre. Durante mi primera adolescencia recuerdo que la gente hablaba de libertad relacionándola con las asociaciones políticas, con la expresión, la ausencia de censura cinematográfica, todo eso. Yo era una imberbe, pero si alguien me hubiera pedido que expresara con palabras la sensación de libertad hubiera respondido sin titubear. Libertad era soñar despierta. De todos los momentos del día, el mas grande y el único que no contemplaba limitaciones se producía antes de dormirse. Acurrucada bajo las sábanas, con los párpados dulces y todo el peso del silencio en el cuerpo, pensaba sin necesidad de rendirle cuentas a nadie. A lo largo del día acataba las órdenes de los mayores, contaba cómo me habían ido las clases en el liceo, a qué hora había salido de piano, si había cogido el autobús o el metro, cuántos escaparates me había detenido a mirar en el camino, como se titulaba la película que Loreto y yo pensábamos ver el domingo y con quién acababa de hablar por teléfono. No podía reservarme nada porque todo tenía que hacerlo público. Sólo me pertenecían los pensamientos. Me acostaba, pues, para pensar, no para dormir, deseosa de acariciar mi privacidad y dar rienda suelta a mis fantasías. [...]
Pero Leo, tampoco es Leo, sino una mezcla del personaje que yo he modelado en mis sueños y ese otro, de carne y hueso, al que conocí vestido de uniforme y que tanto ha desbaratado mi vida.
Todas las noches me duermo antes de que el sueño haya terminado. Siempre sucede así. Me duermo en plena borrachera y cuando recupero el hilo, la consciencia impone poco a poco su hábitos represivos. A la luz del día ya no me llamo Dely, ni bebo más whisky de la cuenta ni hago el amor en los ascensores. A la luz del día tengo miedo, pienso mucho en padre y en la escasa atención que le presto, me avergüenzo de escribir literatura de catálogos y siento que Ventura me desprecia por no saber quién era Max Weber. La luz es cruel. La luz me recuerda que me llamo Fidela, que trabajo en una miserable agencia de publicidad, que tengo casi cuarenta años y que el whisky no me gusta porque es amargo y me rasca el paladar como si fuera una tela de saco.

Mi corazón que baila con espigas - Carmen Rigalt

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